“El motivo de tanta vivienda vacía en España es la falta de rehabilitación”, afirma Sergio Nasarre, director de la Cátedra UNESCO de Vivienda de la Universitat Rovira i Virgili, que desde 2013 investiga sobre vivienda desde un punto de vista interdisciplinar e internacional. “Una forma de solucionarlo es llegar a un acuerdo, mediado a través del municipio o de una entidad del tercer sector, para sustituir la renta por una reforma”. Es decir: el inquilino entra a vivir a una casa, y en vez de pagar unas mensualidades al arrendador, lleva a cabo las mejoras y reformas necesarias en la vivienda. Entre ambas partes, y en función del trabajo y presupuesto necesarios, se pacta la duración.
Regulada en 2007 en Cataluña y en 2013 en el resto de España, esta figura tiene su origen en la aparcería o masoveria, un concepto muy común en el mundo rural catalán mediante el cual el inquilino (el aparcero o masover) obtenía la cesión temporal de una vivienda a cambio de mantenerla, explotar las tierras y quedarse con una parte de la cosecha. Así, el latifundista minimizaba el riesgo: el masover se esforzaría en rentabilizar la tierra porque de ello dependía directamente su techo.
“En la práctica, ya se hacía de forma extraoficial antes de 2013”, añade Rosa María García, investigadora postdoctoral de la misma Cátedra y autora de una tesis sobre el tema. “Pero los inquilinos que la usaban ni estaban protegidos ni tenían los mismos derechos que el resto. Se hacía en negro y sin seguimiento. La Ley de Arrendamientos Urbanos de 2013 la introdujo y permitió juntar el problema del mal estado de la vivienda, sobre todo en medios rurales, con su falta de asequibilidad”. Seis años antes se había regulado en Cataluña bajo el nombre de “masovería urbana”, con la diferencia de que allí está prevista como una herramienta que la administración debe usar para fomentar la restauración de viviendas, mientras que la ley nacional la plantea simplemente como un contrato entre particulares.
Con todo, la renta por rehabilitación no se ha popularizado en nuestro país. “Al ser contratos entre particulares es difícil de contabilizar, aunque mi sensación es que poca gente lo conoce”, continúa García. Un obstáculo es su alta barrera de entrada, que según cómo se ejecute puede obligar al inquilino a adelantar el coste de la obra. Por eso el papel de la administración es fundamental. “En Andalucía se hizo para condonar deudas en alquileres de vivienda pública. Si alguien no pagaba la renta, sus 100 o 200 € al mes, podía compensarlo pintando o arreglando zonas comunes. Se ha visto más en ayuntamientos grandes con planes de vivienda. Pero donde sería interesante es en pueblos, porque es donde hay más vivienda en mal estado y más posibilidades de llevarlo a cabo”.
En Galicia se conocen varios casos. Isabel Fernández vive con sus amigas así. “La casa en la que estamos lleva ocho años con este tipo de contrato. Antes estuvieron cuatro amigas durante cinco años. Se iban a ir, nos salió esta oportunidad y para allá nos fuimos”, cuenta. La casa, situada en una aldea cerca de Arzúa (La Coruña) tiene 150 años y su dueño, que la heredó de sus abuelos, quería reformarla, mantener la arquitectura original y no venderla. “En la zona hay especulación debido al Camino de Santiago. Se llegó a un acuerdo que estipula el valor del alquiler mensual y vamos haciendo obras por ese importe para cubrirlo. Entran tanto las horas de trabajo como el gasto de material”. El contrato es verbal, no escrito. “La mayoría de la gente que conozco en estos casos lo hace así. Al ser una zona rural, la gente se conoce y se hace así”. En este tiempo han cambiado las paredes y puertas, puesto pladur en los techos, reestructurado las habitaciones y el verano pasado empezaron con la fachada. “Nosotras lanzamos propuestas de obras que podemos asumir. El dueño dice que hagamos lo que nos permita vivir mejor como inquilinas”.
¿Cómo hacer que el modelo llegue a más gente? García da tres ideas. Una: que la administración publicite que esto existe. Dos: que haga de intermediaria y busque inquilinos para conectarlos con propietarios que deseen arreglar. Y tres: que vaya más allá y aporte técnicos municipales, ayudas o descuentos en los materiales para que al arrendatario no le salga tan cara la inversión inicial. “Si el ayuntamiento no tiene dinero, puede hacer acuerdos con constructoras que le hagan descuentos o le den sobras. Si no tiene técnicos, puede ofrecer cursos de formación y dar otra salida a esa gente. Sería una solución”.
Eva María Lacarra y Víctor Loza son amigos, conocidos de Logroño y cooperativistas en La Vereda, un cohousing o vivienda comunitaria que se está construyendo en Medrano, un pueblo de poco más de 300 habitantes a media hora en coche de Logroño. “En 2011, en torno al 15-M, nos juntamos varias personas con interés en ir a vivir a un pueblo”, cuentan. “No queríamos ir cada familia por su cuenta, sino hacerlo conjuntamente. Al principio era un grupo numeroso, pero algunos se quedaron por el camino. El proceso ha sido largo y difícil. Y hasta dentro de dos años no podremos ir allí”.
Su periplo comenzó hace ocho años. Establecieron ciertos criterios, como la distancia a la capital o servicios como guarderías para poder vivir con niños, y se pusieron a buscar. No cerraban la puerta a ningún tipo de propiedad: podía ser un terreno, pero también una casa grande para rehabilitar. “Lo que fuera”, continúan. Lo que más les sorprendió fue que la principal barrera fue la económica: “los precios eran desorbitados”.
Una de las características del parque de vivienda rural es que muchas propiedades pertenecen a varios herederos que, o bien no se ponen de acuerdo en qué hacer con ella, o bien la sacan al mercado a precios disparados para que a cada heredero le toque una cantidad que les merezca la pena. Los cooperativistas de La Vereda llegaron a ver terrenos rústicos con una parte urbanizable de unos 5.000 metros a 240.000 € (48 € el metro cuadrado, cuando en la zona hay algunos de ese tamaño por entre 12 y 24 €). Al final encontraron uno de esa misma extensión pero por 180.000 €, que pagaron con un préstamo solidario de una asociación riojana que lo dejó a coste cero.
El terreno ya es suyo. Ahora están a punto de cerrar el proyecto de ejecución. Han trabajado con un estudio de arquitectos para diseñar sus futuras viviendas juntos: serán casas de 50 a 100 metros cuadrados con lavandería, comedor, cocina industrial y biblioteca, entre otras zonas comunes. “Nos gusta mucho. Todo es propiedad de la cooperativa: el suelo, las viviendas y el espacio común. El régimen de tenencia es la cesión de uso: los que viviremos allí compramos el derecho de uso, que se puede transmitir y heredar”. El derecho de uso no se puede vender: si alguien se marcha, solo deja de pagar la cuota mensual, de unos 400 €, y recupera su aportación inicial, de unos 26.000 €. ¿Y cuando todo esté pagado? “Es un debate en el que aún tenemos que avanzar”, concluyen. “Habrá gastos de mantenimiento, podremos invertir en otros proyectos… Aún no sabemos cuánto se reducirá la cuota”.
La propuesta de Virginia Hernández, la joven alcaldesa de San Pelayo (Valladolid), es radical: si una casa está muerta de risa, el Ayuntamiento debe expropiarla. “Sería en última instancia. Pero la vivienda es un bien público. Igual que Fomento expropia para hacer carreteras porque se entiende que las usará toda la sociedad, es importante que la gente se quede en los pueblos, que custodie el territorio y que el Estado garantice que puede vivir”, explica. “No sé si serían expropiaciones dolorosas a nivel sentimental. Lo que es doloroso es saber que hay gente en el pueblo que quiere vivir y no tiene dónde porque hay quien no se hace cargo de sus propiedades”.
Hernández ganó las elecciones en 2015 como representante de la candidatura ciudadana Toma La Palabra. Revalidó con mayoría absoluta en las de 2019. Y San Pelayo es un pueblo de 54 habitantes a media hora de Valladolid. “En esta zona, el problema más importante es la lucha contra la despoblación. Pero salvo una, todas las comarcas de la provincia de Valladolid están conectadas con la capital a menos de 45 kilómetros”, cuenta. “Desplazarte al centro de trabajo no es un problema. El problema es la vivienda”. Las ayudas a la compra o alquiler de vivienda rural que dan varias comunidades no son de su agrado. “No suelen valorar el criterio geográfico: consideran que todo lo rural es lo que no es urbano. Los municipios de un área metropolitana no son medio rural. Y las ayudas se quedan en esas áreas, no en los pueblos. Son parches”.
“Nos encontramos con gente que no puede ir a vivir al pueblo o que no se puede quedar. ¿Por qué? Porque está lleno de casas vacías a las que no podemos acceder. Son casas que pertenecen a muchos herederos a los que les cuesta ponerse de acuerdo para vender o alquilar. Y los impuestos son muy bajos, así que no les supone un gran gasto. Hay gente que no sabe ni que tiene esas casas. Otros lo saben, pero están tan deterioradas o necesitan tal cantidad de dinero para hacerlas habitables que se acaban dejando caer”.
Expropiar es un proceso complejo. Una herramienta tradicional contemplada por la ley es la expropiación por ruina: cuando la vivienda pierde más del 50% de su valor y el propietario no hace nada por mantenerla, el ayuntamiento puede intervenir. El obstáculo que tienen los pequeños municipios es la falta de recursos. En San Pelayo, cuenta Hernández, quieren empezar por hacer su propio censo de viviendas vacías y por subir el Impuesto sobre Bienes Inmuebles progresivamente. Desde la Cátedra de Vivienda de la URV recuerdan que hacer un censo cuesta dinero (no se trata solo de identificar qué viviendas están vacías, sino por qué) y consideran que las medidas para movilizar la vivienda desocupada deben ser más incentivadoras que coercitivas.
Hace unos años en el Ayuntamiento de San Pelayo probaron con una de esas medidas incentivadoras: sacaron suelo público a subasta con la idea de que alguien lo comprara y construyera, pero no tuvieron éxito. “A mí no me interesa el solar, lo que me interesa es que la casa no se llegue a caer. Que sea habitable”, concluye la alcaldesa. “No te imaginas la cantidad de gente que llama pidiendo casa y trabajo. Si nosotros tuviéramos una casita para ofrecer, en la comarca hay algunos puestos de trabajo. El objetivo de esta hipotética expropiación no sería construir, sino hacernos cargo de ellas y poder ofrecerlas”.
“Todas las políticas de movilización de vivienda vacía se dedican a sitios donde la vivienda está tensionada”, reconoce el director de la Cátedra de Vivienda de la URV. Esto es: donde hay más demanda de gente buscando casa que oferta, como las ciudades. Los municipios pequeños, continúa, están llamados a movilizar su oferta. “Pero para ello tienen que tener los recursos necesarios y no es lo habitual. Por eso lo normal es llegar a acuerdos con propietarios a través de entidades y profesionales dedicados a ello”.
“En zonas con más población, los agentes de la propiedad inmobiliaria son los que conocen mejor el mercado”, explica García. “En ayuntamientos pequeños es mejor recurrir a entidades del tercer sector sin ánimo de lucro. Lanzar una campaña publicitaria de masovería no da rendimiento. Pero si hablas con Cáritas y te dice: aquí hay cuatro familias que pueden aportar su trabajo a cambio de la renta, es otra cosa”. Un perfil típico en estos programas es el de trabajadores de la construcción que con la crisis se quedaron en paro y saben hacer reformas: solo necesitan los materiales, no contratar a un tercero.
Abraza la Tierra, un proyecto con grupos de acción local formados por asociaciones que trabajan en la revitalización de comarcas rurales pertenecientes a cinco comunidades autónomas (Aragón, Cantabria, Castilla-La Mancha, Castilla y León y Madrid), acompaña desde hace 15 años a familias que desean mudarse a un pueblo. Hasta ahora han asentado a 530 personas. “Hacen un estudio de las personas que quieren ir a un pueblo y sugieren opciones”, explica Hernández. “En ocasiones también los descartan, porque hay quien solo tiene una mala racha y realmente no quiere mudarse a un pueblo”.
Otro proyecto similar es Proyecto Arraigo, en Soria, al que se han adherido varios ayuntamientos. También trabajan en pueblos de la sierra norte de Madrid, como Horcajuelo, Somosierra o Aoslos. “A nosotros nos llaman dos partes”, cuenta Enrique Martínez, su director. “Familias o personas que quieren vivir en el mundo rural porque pueden trabajar desde allí, porque están en paro durante temporadas largas, porque ya se han jubilado o porque desean emprender. Y nuestros clientes son los ayuntamientos, comunidades y diputaciones. Trabajamos para ellos con una base de datos de más de mil familias que han solicitado mudarse. Somos como un puente”.
La base de datos de viviendas con la que trabajan es muy inferior a la de interesados: unas 50. Hasta la fecha han reubicado a 50 familias en Soria, tres en Segovia, cinco en Burgos y 12 en Madrid. La idea de Arraigo es entrevistar a los interesados antes de ofrecerles un pueblo en el que vivir. Como cuentan con pocos recursos para ello, priorizan a quienes “más se asemejan a lo que pide el pueblo: niños para el colegio, trabajadores, emprendedores…”. A partir de ahí, buscan la vivienda, el paso más complicado. “Hay que hablar con los propietarios. En la ciudad, el alquiler es un negocio. En el campo no. Hay muchas más casas deshabitadas que habitadas y los propietarios no se fían. Además es poco dinero y el inmueble está unido a su familia. Nuestra fórmula consiste en tiempo, confianza y asegurar al propietario que conoce bien a quien le va a alquilar”.