Al cruzar las llanuras de lo que hoy es Irak, el Kurdistán, Armenia y Turquía se encontraron con unas ciudades en ruinas fabulosas, mayores que cualquier ciudad griega o persa conocida. Verdaderas metrópolis desoladas que se pudrían al sol del desierto, cuya arena iba cubriendo los templos, las casas y las murallas. Entre ellas una colosal, que él llamó Mespila. Hoy sabemos que era Nínive, la capital del Imperio Asirio, una civilización desaparecida 200 años antes de que los Diez Mil acampasen en sus ruinas y de cuya existencia e historia Jenofonte no sabía nada.
Todo esto se cuenta en la Anábasis, la gran novela de Jenofonte que seguimos leyendo hoy con la misma emoción que cualquier relato de aventuras, pero es rara en su género: una cosa es tropezarse con civilizaciones exóticas y desconocidas (de eso va Star Trek), y otra muy distinta contemplar los restos de una civilización mucho más poderosa y apabullante que la tuya y de la que no sabes absolutamente nada. Para nosotros, que podemos resolver cualquier duda echando mano del teléfono que llevamos en el bolsillo, el desconcierto de Jenofonte es incomprensible. Los ejércitos de la Antigüedad avanzaban por territorios sin mapa, guiados por las estrellas y el sol, y cualquier cosa que apareciera por delante era siempre una sorpresa. No había satélites ni cartografía ni servicio de inteligencia que les previniesen sobre lo que tenían delante. Por eso nos extraña que la Anábasis no dé demasiada importancia a aquellas ruinas, pero es que aquellos griegos no podían dársela: lo inverosímil entraba siempre dentro de lo esperable, y asombrarse demasiado implicaba dar ventaja a los perseguidores.
Me habría gustado explotar más el arquetipo de Jenofonte cuando escribí La España vacía. Actualizar y estilizar su mirada sobre todos los pueblos abandonados y menguantes de la Iberia sin mar. A los escritores nos gusta mucho la exageración, es nuestra herramienta de trabajo principal, y tal vez si hubiera utilizado la Anábasis como referencia (salvando las distancias entre los pueblecitos serranos y la inabarcable Nínive, porque la exageración funciona bien cuando se conocen sus límites), el efecto que buscaba se habría logrado con una contundencia mayor. Sobre todo porque quienes llevan décadas dándole vueltas a esto de la despoblación están acostumbrados al tono menor, a la pincelada etnográfica, al hipido nostálgico y a la égloga pastoril. La mirada ruda y épica de un mercenario hoplita habría supuesto una sacudida agradecida y necesaria a un discurso marchito que no daba más de sí.
En parte, sin citarlo, me comporté un poco como Jenofonte. A decir de algunos me metí donde nadie me había llamado. ¿Por qué diablos un forastero, un periodista señorito de ciudad que no distingue la parra de la hiedra, ni la encina del olivo, viene a reflexionar sobre el campo, su abandono y otras cosas que no le importan? Si se ha llegado al delirio de prohibir a actores de una etnia o país interpretar a personajes de otras, mi libro se arriesgaba desde el título a ser condenado por apropiacionismo cultural. De la despoblación solo tienen derecho a escribir los propios despoblados y los académicos de los departamentos de geografía de las universidades.
Como Jenofonte, yo era un forastero. No dirigía un ejército invasor ni me recibían a pedradas en los pueblos, pero sí buscaba preservar una mirada extraña, la mía. Me esforcé por asombrarme, ya que a mí no me perseguían los persas y tenía tiempo para contemplar las ruinas y reflexionar sobre ellas. Me asomaba a un mundo familiar (yo también tengo raíces familiares profundas en la España vacía, incluso recuerdos vívidos de infancia) y a la vez exótico: aquella cultura campesina impregnaba todo, pero al mismo tiempo era tan extraña como lo eran para Jenofonte las ciudades asirias destruidas 200 años antes.
Si el libro prendió como lo hizo fue porque muchos españoles compartían ese pasmo. Tras décadas de ignorar un rasgo clave de la cultura nacional, entretenidos como estábamos en ser europeos, ricos y sensibles con los derechos de las nacionalidades históricas (signifique lo que signifique ese adjetivo, pues no hay pueblo del mundo que no tenga historia y no sea, por tanto, histórico), una parte de la sociedad española se preguntaba qué diablos había pasado, cómo habíamos dejado extinguirse una parte del país, cómo habíamos consentido que el presente le pasara de largo y el futuro desapareciese del horizonte.
También, claro, hubo una reacción democrática que se revolvía contra el adjetivo vacía: aquí estamos, aquí seguimos, aunque nadie nos eche de menos. La mezcla del asombro de Jenofonte y la fuerza rabiosa y justa de unos españoles que no están dispuestos a seguir siendo furgón de cola ni invisibles ha provocado uno de los cambios de sensibilidad más inesperados y complejos que ha sufrido España.
Desde que en 2016 se popularizó la expresión “España vacía” hasta que, en 2020, a las puertas de la pandemia, se creó en el Gobierno la Vicepresidencia para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico, la despoblación dejó de ser un asunto que trataban académicos en foros especializados, escritores nostálgicos, cantautores folcloristas, políticos locales con querencias caciquiles y activistas hartos de protestar por el cierre de una escuela o por la falta de pediatras. En este lustro se ha convertido en un eje de discusión política nacional y transversal, que no distingue entre izquierdas y derechas y que, como toda discusión compleja, admite mil y una disidencias, cabreos y matices.
El coronavirus detuvo el proceso justo cuando se convertía en acción de gobierno y entraba, por tanto, en una nueva fase donde se demostraría hasta qué punto era un rasgo que se incrustaría en la conciencia colectiva o pasaría de largo como el perfume y las modas. Cuando se asiente el polvo del apocalipsis veremos qué queda. Yo, lo anticipo, soy escéptico en cuanto a la capacidad de ningún gobierno para intervenir sobre una realidad tan compleja y arraigada. Por contra, creo que el cambio de sensibilidad es palpable y la sociedad española ya no va a volver a dar la espalda a esa parte del país que se había esforzado por no ver desde que, en 1959, salió de él a bordo de un Seiscientos (fabricado en Cataluña por las manos de los campesinos del interior que desertaron del arado).
Nada de todo lo que ha sucedido es responsabilidad mía, claro está. Ni soy activista ni he abandonado mi papel de contador de historias, pero me cabe el honor no pequeño de haber prendido la mecha con un libro que solo contenía el asombro de Jenofonte, que me gustaría preservar. Creo que el cambio de sensibilidad solo pervivirá si somos capaces de sostener en el tiempo esa mirada. En cuanto damos algo por supuesto o demasiado obvio se disuelve con rapidez. Nos ha pasado con la sanidad pública: la dimos por descontada, sin reparar en lo milagroso de su existencia y en la rareza que supone en un mundo privado en su mayor parte de un sistema universal y gratuito. Nos descuidamos, como las parejas descuidan su amor al darlo por hecho, y hasta que no lo perdimos no fuimos conscientes de nuestro privilegio.
Si relajamos la mirada y dejamos de maravillarnos ante las ruinas y las casi ruinas de una España que ha desaparecido ante nuestros ojos, perderemos la capacidad de valorarla y, con ella, el impulso para preservar lo que queda de su hundimiento. Al contrario de Jenofonte, debemos quedarnos en Nínive, porque a nosotros no nos espera nadie a la orilla del Mar Negro ni nos persigue un ejército. Somos nuestros propios persas: solo debemos cuidarnos de no cerrar los ojos y no perder la conciencia que hemos adquirido.