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En el nombre del padre

El 5 de marzo de 2014 murió mi padre, Luis Villoro Toranzo, a los 91 años. Había nacido en Barcelona, ciudad de la que hablaba muy poco, en gran medida porque apenas la recordaba. Mi abuelo murió cuando él tenía 9 años y mi abuela, que era mexicana, decidió volver a su país natal y enviar a sus tres hijos a estudiar a Bélgica, en internados de jesuitas.
El 5 de marzo de 2014 murió mi padre, Luis Villoro Toranzo, a los 91 años. Había nacido en Barcelona, ciudad de la que hablaba muy poco, en gran medida porque apenas la recordaba. Mi abuelo murió cuando él tenía 9 años y mi abuela, que era mexicana, decidió volver a su país natal y enviar a sus tres hijos a estudiar a Bélgica, en internados de jesuitas.

En el Colegio Saint Paul, ubicado en una zona rural, cerca de los meandros del río Mosela, mi padre se adaptó a la soledad y al estudio. Los jesuitas encontraron en él a uno de los muchos pupilos que han forjado a lo largo de la historia y su hermano Miguel sería miembro de la Compañía de Jesús. 

Lejos de la familia, Luis Villoro aprendió a disfrutar el aislamiento que determinaría su vocación. Para un filósofo, pocas cosas superan al placer de estar a solas.

Seguramente, se habría convertido en un pensador francés de no ser por la Segunda Guerra Mundial, que lo obligó a reunirse con su madre en México, país que lo desconcertó por su desigualdad y su violencia. ¿Quién era entonces Luis Villoro? Alguien sin antecedentes definidos, marcado por dos guerras que lo habían privado de la ciudad del origen y del lugar de sus estudios. 

A veces veía en sueños el parque de la Ciudadela y consideraba, con más ilusión que evidencia, que ningún equipo jugaba mejor que el F. C. Barcelona. 

Su formación había ocurrido principalmente en francés; se sentía ajeno a México, el barroco país al que debía pertenecer. Como suele ocurrir, la confusión existencial aumentó con el amor. La primera novia de mi padre fue Teresa Miaja, hija menor del general que había defendido Madrid al frente de las tropas republicanas. Mi abuela tenía inclinaciones monárquicas y aceptó la dictadura franquista como un mal necesario para salvar a España del comunismo. Mi padre había recibido una educación conservadora; en las cartas que mandaba a su madre desde el internado en Bélgica, solía desearle buena salud al Rey. Sin embargo, ya en México, adoptó la causa republicana y enfrentó las tensiones de las “dos Españas”. Mi abuela detestó que cortejara a la hija de un rojo y el general repudió al señorito que se acercaba sin autorización militar a la más pequeña de la familia. Todo esto reforzó la pasión de los novios, que decidieron fugarse.

Según la leyenda familiar, mi padre citó a Teresa en la Plaza de Santo Domingo, en el centro de la Ciudad de México, pero ella lo dejó plantado. Gracias a eso existo y escribo estas líneas.

La infancia y la juventud fueron una historia de pérdidas. No es casual que alguien con tan poco sentido de pertenencia se dedicara a estudiar la identidad. A través de la filosofía, mi padre buscó un vínculo con México y lo encontró en la cultura de los pueblos originarios, que había dejado notables ruinas y llenado de joyas los museos, y que aún pervivía, de manera soslayada. Fue uno de los precursores de lo que hoy se llama “el México profundo”. Sólo alguien con un profundo desarraigo podía acercarse con tanta pasión a una identidad que no le pertenecía, pero que hizo suya a voluntad.

España se convirtió en lo que dejó atrás. Rara vez hablaba del pasado y nunca lo hacía con anécdotas personales. En la infancia me impresionaba que mi padre no se refiriera a la suya. Podía narrar en detalle las Guerras Púnicas, pero ignoraba las circunstancias de las que venía. Tal vez porque crecí junto a un padre sin biografía, que perdió sus raíces y buscó consuelo en las ideas, desde muy niño me apasionó indagar historias íntimas. “¡¿Por qué te interesas en eso?!”, exclamaba mi padre cuando le pedía información sobre algún pariente.

Durante años ignoré el nombre completo de mi abuelo. Cuando supe que se llamaba Miguel Villoro Villoro, sentí una inquietud extraña. En México, nuestro apellido es bastante exótico. En un país de más de 120 millones de habitantes, sólo mi familia lo ostenta. ¿Qué azar había llevado a que mi abuelo se apellidara dos veces Villoro?

Mi padre no supo decirme nada al respecto, pero en forma involuntaria incentivó mi curiosidad. En 1969 me llevó por primera vez a Barcelona. Yo tenía 12 años y él quiso mostrar las maravillas de la ciudad que perdió con el destino. Fuimos a los juegos mecánicos del Tibidabo, vimos al gorila albino Copito de Nieve, asistimos a una función del payaso Charlie Rivel y nos emocionamos con un Barcelona-Real Madrid en el Camp Nou. Una mañana de cielo despejado, llegamos al cementerio de Montjuic, donde estaba enterrado su padre. Recorrimos las criptas de cara al mar, festoneadas de cipreses, hasta encontrar la del abuelo. Hasta ese momento yo no sabía que mi padre podía llorar. Nunca había visto que lo hiciera, ni volví a verlo. En forma contenida, soltó unas lágrimas y las secó con el dorso de la mano, con la torpeza de quien no suele hacer eso.

Nueve años después volvió a tener un gesto emocional único. El 24 de septiembre de 1977 cumplí 21 años, la edad que durante mucho tiempo determinó la vida adulta. Mi padre me regaló el reloj de bolsillo del abuelo y, por vez primera, me dio un beso. 

Dos gestos exiguos —el llanto y el beso— habían sido motivados por la memoria de su padre. Esa figura ausente gravitaba entre nosotros. ¿Quién era? ¿De dónde había salido?

Mi primo Ernesto Cabrera Villoro, minucioso archivista de la historia familiar, me contó que Miguel Villoro Villoro venía del pueblo de La Portellada, en la comarca del Matarraña de la Franja aragonesa. Había estudiado Medicina en Barcelona y trabajó en el Hospital Sant Pau. 

El cortejo con mi abuela fue bastante peculiar. Antes de casarse, Miguel había pasado una temporada en México como médico de la Beneficencia Española. Ahí trabó contacto con María Luisa Toranzo, mi futura abuela. Tiempo después, ella tuvo que huir de México porque un general de la Revolución amenazaba con raptarla. Fue acogida por una familia de San Sebastián con la que no se adaptó. Recordó al joven médico aragonés, que ahora vivía en Barcelona, y decidió buscarlo. Para no activar sospechas ni maledicencias, Miguel tomó una decisión estratégica: llevó a su futura esposa a vivir al monasterio de Montserrat, donde contó con la compañía de varias monjas mexicanas. La visitó ahí hasta que decidieron casarse.

Miguel Villoro Villoro tenía fama de ser un hombre simpático, muy apuesto, amante de la buena vida, que murió joven a causa de una operación que le exigió demasiado al cuerpo.

Estas noticias me bastaron por un tiempo. En 1997, presenté en Barcelona mi novela Materia dispuesta. Una casualidad hizo que mi padre también llegara a la ciudad, al igual que mi primo Ernesto. Almorzamos en el restaurante Agut y, emocionado por la reunión fortuita, propuse que visitáramos la tumba del abuelo. “Es inútil”, informó Ernesto: “olvidamos pagar los derechos, un edicto informó del asunto en el Avui y en La Vanguardia, pero nadie lee esos periódicos en México: el abuelo ya está en la fosa común”. Mi padre tomó a la ligera la noticia. Opinó que la fosa común era más divertida y gregaria que una fosa individual hasta que, sin solución de continuidad, comentó: “Me gustaría volver a vivir en Barcelona, pero ya estoy viejo”.

Mi esposa y yo acabábamos de sufrir un asalto en México y teníamos deseos de vivir en un sitio más tranquilo. Así surgió el plan de volver a la tierra del origen. El impulso lejano venía del abuelo desaparecido.

No es fácil mudarse con hijos ni conseguir permisos de residencia. Sólo en 2001 pudimos concretar el proyecto, más de 40 años después de que mi padre llorara ante la tumba del abuelo. 

Cuando nos visitó en Barcelona, feliz de volver a degustar la insuperable crema catalana, le propuse ir a La Portellada. “¿Para qué?”, preguntó. De nada sirvió argumentar que veníamos de ese sitio. Él apreciaba las ideas y las teorías. Las circunstancias personales no eran de su interés.

Como tantas veces, mi primo Ernesto llegó al rescate y fui con él al sitio del origen. Cuando descendí del auto ante la iglesia de San Cosme y San Damián, alguien gritó: “¡Juan Villoro, eres la hostia!” ¿Me habían reconocido? Para nada: un niño rebelde, que se alejaba de su madre, llevaba mi nombre y mi apellido.

Ernesto le preguntó a un paseante si conocía a otro Villoro: “Yo”, contestó.

El apellido inusual era ahí moneda corriente. La inmensa mayoría se llamaba como nosotros, lo cual dificultaba saber si alguno era un pariente en línea directa. Me entusiasmó pertenecer a una colectividad que sólo ahora conocía y escribí un artículo en El País con el título de “El pueblo de tu nombre”.

Había llegado al entorno común de mi apellido, pero aún faltaba lo mejor. El artículo contó con la generosa lectura de varios Villoros, que, nobleza obliga, me citaron en el ya desaparecido Bar Villoro de la Barceloneta. Nunca antes había visto mi apellido en un negocio. Estimulados por el ternasco que preparaba Martín Villoro, establecimos una cofradía instantánea en la que no hacía falta detallar los lazos consanguíneos porque el afecto los superaba. Las profesiones de los presentes no podían ser más variadas, pero algo intangible y bueno nos unía. Sabemos que la política, la religión y el dinero separan a las personas; otros valores sirven para unirlas. Por entonces se discutía si se debía o no suprimir el derecho a fumar en el Camp Nou. Propuse que abordáramos el tema para conocer los valores de la gente que me rodeaba. De inmediato coincidimos en que el tabaco era malo para la salud. Ninguno o casi ninguno de los presentes fumaba. Sin embargo, alguien dijo que no podíamos negarle el derecho a una persona de perjudicar su salud de vez en cuando al aire libre. “Sí, pero eso afecta a los demás”, dijo otro. “Hombre, no tanto: el partido dura 90 minutos”. Total, que en ese grupo ajeno al tabaco se respetó el derecho de los fumadores, siempre y cuando no rebasara ciertos límites. Recordé que mi padre había nacido en la calle Consejo de Ciento. Las personas que me rodeaban tenían mi nombre y actuaban con la consideración de un parlamento liberal. Me pareció imprescindible formar parte de ese grupo.

Además, supe del amor que ellos profesaban por el pueblo del origen y de la pasión poética con que lo ejercían. Después de reparar el candelabro de la iglesia, hicieron una colecta para construir una larga mesa de piedra junto a la ermita que remata una colina. El objetivo era irrefutable: cenar bajo las estrellas.

Cuando mi padre murió, me propuse escribir un libro sobre él, pero pospuse la tarea porque su vida se volvió repentinamente intensa. Numerosas personas querían hablarme de su legado. Los recuerdos eran tantos que me costó trabajo administrarlos. Finalmente, la pandemia me deparó el aislamiento necesario para ocuparme de eso. El resultado fue La figura del mundo. El orden secreto de las cosas, que acaba de ser publicado. 

El largo camino para escribir de mi padre comenzó por contraste, gracias a la ausencia del suyo. Él no deseaba recordar un pasado hecho de pérdidas y procuró vivir como si no necesitara antecedentes. Actuó como un hombre de ideas, no de afectos; sin embargo, algo se resquebrajaba en su interior al pensar en el padre que no tuvo.

Buscar el sitio del origen representaba para mí un cierre de sentido. En 2012, en compañía del clan de los Villoros, volví a La Portellada con mi hija Inés.

Subimos a la ermita y participamos en una cena tumultuosa, en la que hubo competencia de tortillas de patatas (la mejor, de sobra está decirlo, fue la de Martín, el profesional de la tribu).

La transitoria vida de una familia había llegado al sitio correcto.  

Arriba, inmutables, brillaban las estrellas

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