El nuevo fuego

Desde Australia a la Amazonia, pasando por California o Portugal, el cambio climático alimenta un nuevo tipo de incendios de una intensidad y agresividad nunca vistas. En nuestro país las llamas han encontrado en la despoblación y el abandono de los montes a su mejor aliado. La España rural se sienta sobre un polvorín.
Desde Australia a la Amazonia, pasando por California o Portugal, el cambio climático alimenta un nuevo tipo de incendios de una intensidad y agresividad nunca vistas. En nuestro país las llamas han encontrado en la despoblación y el abandono de los montes a su mejor aliado. La España rural se sienta sobre un polvorín.

“Algunos montes son ahora mismo dinamita. Los pueblos se han quedado vacíos y los bosques se han llenado de combustible. Solo la suerte impide que no suframos grandes incendios”. Sentada en una pradera del Páramo de Masa, una región fría y deshabitada a más de 1.000 metros de altitud entre Burgos y Cantabria, Raquel Serna, jefa de los agentes de Medio Ambiente en la comarca de Sedano, ve con pesimismo el futuro de la zona. A su lado Marino Saiz, guarda mayor y coordinador de más de un centenar de agentes medioambientales burgaleses, asiente preocupado: “Los pueblos siempre fueron los mejores cortafuegos, pero se han convertido en justo lo contrario, en un auténtico polvorín”.

Alguien que para su desgracia conoce muy bien los infiernos del fuego es Ángel Fernández, director desde 1987 del Parque Nacional de Garajonay, en La Gomera. Cuando en 2012 un gigantesco incendio forestal afectó al 11% de la superficie de la isla todo su mundo se le vino abajo. Acabó en el hospital con un riñón paralizado por culpa de la “enorme tristeza y estrés brutal” que le supuso “verlo todo convertido en cenizas”. 

A pesar de los miles de kilómetros que les separan, el director canario y los guardas burgaleses coinciden en el diagnóstico: el mejor aliado del fuego es el abandono del mundo rural. “En pocas décadas hemos pasado de tener un territorio totalmente sobreexplotado donde no había prácticamente nada que pudiera arder a justo lo contrario. Los de ahora son incendios de comportamiento devorador, como un Polifemo hambriento, auténticos tsunamis de fuego”, dice Fernández.

Los nuevos fuegos

De primeras, a los profanos en la materia podría parecernos que, si la despoblación ha provocado que ahora haya arbustos donde antes había pastos, se podría dejar a la naturaleza seguir su curso y que recupere lo que era suyo. Error. Según el informe Proteger el medio rural es protegernos del fuego publicado por Greenpeace en julio de este año, desde 1962 hasta 2019 se han abandonado en España cuatro millones de hectáreas de tierras de cultivo. Estos terrenos han sido colonizados desordenadamente por masas forestales pobres y abandonadas, con escasa diversidad de especies y gran carga acumulada de combustible vegetal. 

“En el momento en que las personas abandonamos el medio rural, desaparecen los campos agrícolas y los aprovechamientos forestales, y los terrenos donde había cultivos son colonizados por árboles. Esto crea una paisaje casi continuo, y cuando hay un incendio, el fuego ya no encuentra ninguno de los impedimentos que antes impedían que se hiciera fuerte”, explica Oriol Vilalta, director general de la Fundación Pau Costa, dedicada al estudio en prevención de incendios forestales.

España es, tras Suecia, el segundo país con más superficie forestal de la Unión Europea, pero el primero en cuanto a abandono y falta de gestión. El 81,52% de la superficie forestal no tiene un instrumento de ordenación, lo que la hace tan inútill económicamente como vulnerable al fuego. Estos nuevos montes más inflamables, junto a entornos rurales abandonados y cada vez más afectados por la crisis climática, son el caldo de cultivo perfecto para los incendios de alta intensidad, esos “tsunamis de fuego” que mencionaba Ángel Fernández.

Los primeros grandes incendios aparecen en nuestro país en los años 50, cuando el abandono rural dibuja un paisaje continuo por primera vez en décadas. Es lo que se conoce como primera generación de incendios, que se atacan con los primeros retenes y cortafuegos. Según continúa la despoblación y el imparable proceso de acumulación de combustible, en los años 70 y 80 aparece la segunda generación, con incendios continuos e intensos, combatidos con una mayor profesionalización y especialización. En los 90 aparecen los grandes incendios con ambiente de fuego, focos secundarios masivos y velocidades extremas de los fuegos convectivos: es la tercera generación. La aparición de incendios con interfase, que se acercan a los pueblos y empiezan a matar, marca la cuarta generación; y la simultaneidad de grandes incendios rápidos y violentos define la quinta, que cerraba la serie hasta la aparición en años recientes de una nueva clase nunca vista. 

“Después de los incendios ocurridos en Chile y Portugal en 2017 cambia el paradigma. La sexta generación trae incendios rápidos, intensos y continuos que afectan a gran cantidad de viviendas, polígonos industriales, al sistema de extinción… Son incendios muy escasos, y es muy difícil que se den, pero cuando se producen dominan la situación atmosférica de su entorno. Se convierten en tempestades de fuego, generan procesos que no puedes predecir con la meteorología, la topografía o el combustible, los tres factores básicos de un incendio forestal”, explica Marc Castellnou, máximo responsable del Grupo de Apoyo de Actuaciones Forestales (GRAF), uno de los cuerpos de bomberos de la Generalitat de Catalunya. 

La aparición de estos grandes incendios se rige por la “regla del 30”: una temperatura ambiente igual o superior a los 30 grados, rachas de viento superiores a los 30 kilómetros por hora y una humedad relativa del aire inferior al 30%. El resultado es un cóctel meteorológico terrorífico cada vez más frecuente, responsable de incendios tan pavorosos como el de Valleseco en Gran Canaria el verano pasado. Una tormenta de fuego excepcionalmente veloz y agresiva obligó a evacuar a más de 10.000 personas y destruyó cerca de 10.000 hectáreas, el 6,5% de la superficie de la isla. Muchos lo consideran el primer incendio forestal español de sexta generación. Federico Grillo, jefe de Emergencias del Cabildo de Gran Canaria, explica que “el siniestro creó sus propias condiciones meteorológicas, que a su vez generaron la formación de pirocúmulos o nubes de fuego”. El cielo en llamas. 

De mal en peor

Esta nueva generación es la responsable de desastres como los ocurridos en 2017 en Pedrógão Grande (Portugal, 66 muertos) o en 2018 en Mati (Grecia, 102 muertos). En 2020, ha pulverizado las peores estadísticas de la Costa Oeste estadounidense: han ardido 810.000 hectáreas de bosques. Pero esta cifra palidece frente a las dimensiones titánicas de los fuegos australianos: entre 2019 y 2020 ardieron 12 millones de hectáreas, una superficie igual a la de Extremadura y Castilla y León juntas. En la tropical Amazonia brasileña, pulmón del planeta, las llamas devoraron en agosto del año pasado 2,5 millones de hectáreas con fuegos que han continuado en 2020. Y hasta en el Círculo Polar Ártico en el este de Rusia, cada vez más cálido, ardieron 3,3 millones de hectáreas en 2019 según Greenpeace.

En el contexto de la crisis climática, estos fuegos cada vez más gigantescos, rápidos e incontrolables han venido para quedarse. “Una población forestal que no puede aguantar el ritmo del cambio climático, estresada y empobrecida, ofrece muchas más facilidades para que se produzcan incendios”, dice Marc Castellnou. En la actualidad, el 75% de la Península Ibérica se califica como territorio extremadamente seco. Un arbolado seco y debilitado por la subida de temperaturas y el aumento de olas de calor se convierte en yesca inflamable. Es el círculo infernal del fuego: los incendios agravan el cambio climático, y el cambio climático intensifica los incendios.

Y por mucho que los recursos materiales y humanos dedicados a la extinción no hayan parado de aumentar, “prevenir y apagar estos incendios no es un tema de recursos”, explica Castellnou. “Da igual que cada vez se dediquen más recursos si la verdadera causa, el abandono del territorio, no para de agravarse”. Un análisis compartido casi unánimemente por alcaldes, guardas forestales, bomberos y las principales ONG ecologistas. 

 

El polvorín despoblado

En Burgos, los agentes medioambientales Raquel Serna y Marino Díaz, 26  y 31 años de experiencia respectivamente, reflexionan sobre cómo evitar que el fuego convierta en cenizas su mundo. Coinciden en la misma solución: que los pueblos vuelvan a estar vivos, que se recuperen los cultivos abandonados y que regrese la ganadería en extensivo, con pastores y animales capaces de mantener a raya el crecimiento desordenado de zarzales y arbustos. Pero también opinan que es imposible que eso ocurra. Raquel lleva 20 años viendo desaparecer decenas de rebaños y cómo los hijos de los últimos pastores se marchan a la ciudad para no volver. “La población está muy envejecida, la mayoría tiene más de 80 años”, explica entristecida. “No hay recambio”. 

Lo puede confirmar Juan Carlos Oca, capataz de una cuadrilla de 10 trabajadores forestales. “Es muy complicado encontrar gente dispuesta a trabajar en el monte”, se lamenta mientras su equipo realiza podas de altura para prevenir incendios en un pinar de Quintalamoma, un pueblo de Burgos de apenas 30 habitantes. “Es un trabajo muy duro, de jornadas agotadoras, sin horarios y que apenas dura tres meses. Los jóvenes, si lo pueden evitar, lo evitan. Así que no encuentras a nadie en la zona. Al final tienes que buscarlos en Burgos capital, gente nueva nada especializada que se van en cuanto encuentran otra cosa”. 

Los que Juan Carlos tiene ahora podando pinos por encargo de la Administración regional son jóvenes, todos hombres. Trabajan en silencio, manejando con pericia unas largas pértigas en cuyo extremo han fijado pequeñas sierras semicirculares de afilados dientes. Rama a rama, van despejando los troncos para favorecer el crecimiento en altura de los árboles y evitar que un posible fuego se contagie a las copas. El suyo es un trabajo de Sísifo, duro e inacabable, 10 personas podando ramas en un mar de pinos. Una gota de cuidados en un mar de olvidos.

José Ángel Arranz, director general de Patrimonio Natural y Política Forestal de Castilla y León, ve el abandono de huertas y fincas como uno de los principales problemas. “El peligro ahora no es solo que se nos quemen los bosques, sino que ardan los pueblos”, confiesa preocupado. Una opción para evitarlo pasaría por recuperar esas tierras desatendidas, pero en muchas ocasiones ya nadie sabe quiénes son los propietarios. “Para muchos, con que les limpiasen la finca sería suficiente”.

Marc Castellnou, el responsable del GRAF, hace hincapié en la necesidad de cambiar de modelo económico para reducir nuestra vulnerabilidad ante los incendios. “La solución no está en implantar un nuevo sistema de extinción o en que un político suba o baje unos impuestos. Es un tema de no basar nuestra sociedad en el consumo de producto barato venido de lejos y entender que nuestra manera de vivir y consumir define la seguridad del paisaje donde vivimos”.

El futuro (económico) está en el bosque

Es el nuevo mantra: el fomento de la bioeconomía forestal, la economía basada en los recursos que nos proporcionan los bosques. Así lo cree Ascensión Castro, jefa de Sección de Prevención de la Xunta de Galicia. “La bioeconomía contribuye a frenar el abandono del monte, lo que previene los incendios forestales. Y en caso de producirse, un terreno forestal bien gestionado y rentable social, económica y ambientalmente es más resiliente frente al fuego”. 

Más allá de la producción de leña, pasta de papel o corcho, los bosques son fundamentales generadores de aire y agua limpia, de tierras fértiles, de biodiversidad, de ocio, de salud, y ayudan a luchar contra el cambio climático al comportarse como sumideros de carbono. Pero para que su gestión económica sea compatible con su función ecológica hay que cortar árboles desde parámetros sostenibles y obtener el reconocimiento de los consumidores para que esas compras aumenten su valor. 

“Estamos empezando a certificar esos servicios ecosistémicos para que la sociedad reconozca su importancia”, dice Silvia Martínez, directora técnica de FSC España, la ONG que garantiza la sostenibilidad de los productos de origen forestal. Algunas grandes empresas ya han mostrado su interés en pagar por esos servicios de los que nos beneficiamos todos. Y gracias a esas nuevas inversiones, la amenaza del fuego es más improbable. “En los pueblos donde se recibe dinero por el monte no hay incendios, eso está claro”, explica Adolfo Blanco, ingeniero forestal cuya empresa Biesca Agroforestal está promoviendo en Asturias las primeras certificaciones FSC de servicios del ecosistema.

 Aparentemente, Europa camina en esa dirección. La Agenda 2030, el New Green Deal y las estrategias de economía circular consideran clave este sector olvidado para dar respuesta a los nuevos desafíos del siglo. La economista Carmen Avilés, profesora de organización de empresas en la facultad de Montes de la Universidad Politécnica de Madrid, defiende que la bioeconomía forestal facilitaría esa ansiada vuelta al campo de la gente joven. “Para dar solución a las necesidades en las urbes debemos mirar con otros ojos al mundo rural”. Pero para que se produzca este cambio de paradigma el sector forestal está obligado a innovar. “Talento hay mucho, pero son necesarias unas condiciones de partida que aún no se dan”.

Todas esas políticas y medidas se resumen en una frase de Raquel Serna, la agente burgalesa: “Habría que invertir más en el cuidado del monte”, dice sin demasiada convicción mientras con su dedo dibuja un amplio arco que abarca miles de hectáreas de bosques y cultivos. “Todo eso ardió en 2003”. Su jefe Marino Saiz mueve la cabeza ante la ingente tarea que supondría para las Administraciones sustituir con la contratación de empresas lo que durante milenios hicieron los pueblos, manejando con inteligencia sus territorios. “No hay suficiente dinero en el Banco de España para cuidar todos los bosques”, sentencia.

Desde la oscilante torre de vigilancia de incendios que se yergue en el Páramo de Masa, junto a la que pasa con vuelo tranquilo un grupo de buitres leonados, Marino y Raquel otean el horizonte. Ante ellos se extienden miles de hectáreas de tierras, pastos y arbolado, decenas de aerogeneradores, pero ni un solo pueblo vivo. “Esto tiene mal arreglo”, sentencia Serna.

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte
Financiado por la Unión Europea-Next Generation EU
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