Personalmente, tengo la suerte de no tener que hacer ninguna de las cosas anteriores. Cuando me preguntan a qué me dedico, respondo que soy guionista (y es verdad, estoy dada de alta en la seguridad social y todo), pero la realidad es que lo que me paga las facturas y el alquiler es tener un podcast. Lo de guionista lo digo porque en esta vida hay que ser misteriosa y llevar un perfil bajo, y además tener un podcast ya no mola nada, la gente no sabe pronunciarlo bien y es el equivalente a decir en 2014 que eras hipster. Aparte de ser misteriosa y llevar un perfil bajo también le tengo un miedo atroz a la escasez y al inminente colapso económico, así que de momento sigo dedicándome a esto para que cuando lleguen me pillen con el máximo de años cotizados y el LinkedIn en regla.
Volviendo a lo que decía al principio, suelo salir de la oficina sobre las 18h, lo que significa que durante la mayor parte del calendario laboral a esa hora ya es casi de noche y el cuerpo solo te pide llegar a casa, aunque todavía no hayas ido al gimnasio, hecho la compra ni echado con tu colega ese café que habíais tardado dos semanas en agendar. Pero está oscuro y hace rasca, así que tiras para tu casa con el portátil dentro de la bolsa del gimnasio, pensando en que todavía puedes estirar un poco más el papel higiénico (en un apuro puedes utilizar el de cocina) y en mandarle un WhatsApp a tu amigo diciéndole que al final hoy no vas a poder quedar. Es posible (es probable) que incluso te lo agradezca, porque son las 18:22 de un miércoles de noviembre para todo el mundo, no sólo para ti.
Porque si fueran las 18:22 de un miércoles de mayo otro gallo cantaría. Si fuese mayo podrías hasta llegar a pensar que las 16 horas del día que no le estás dando a una empresa están disponibles para tu uso y disfrute, y que no estás obligada a concentrar tu vida privada en sábados y domingos por la mañana, porque el resto de la semana también está permitido coexistir con tu entorno y tus similares.
Y, por favor, que no se me malinterprete: soy perfectamente consciente de que la (in)conciliación no entiende de estaciones, que el verano no acaba con el yugo del trabajo asalariado y que haya luz solar a las 21h no hace que se apruebe la reducción de jornada laboral sin merma salarial. Estoy hablando de una cuestión circadiana, inclusive de cortisol; de que, en un mundo en el que trabajar más de 40 horas semanales es el mal de muchos, que te dé el sol en la cara al salir del curro es consuelo de tontos.
Es sorprendente lo fácil que es pensar en el fin del mundo cuando está oscuro y hace frío, como también es sorprendente que todavía no hayamos salido a las barricadas ante la decisión de que el último domingo de octubre nuestras vidas deben empeorar por decreto. Un año más, el paso al horario de invierno nos coge por sorpresa, y a pesar de tener seis meses para organizarnos nos ha vuelto a pillar el toro. De nuevo hemos caído en la trampa de creer que el hedonismo, tender al aire y cenar de día eran eternos. Estamos condenados –entre otras muchas cosas– al proceso administrativo que es el cambio de hora y a la idea enloquecedora de que durante la mitad del año debemos vivir de noche.
Siendo una persona profundamente sensata, capaz de comprender al 98% por qué no se pueden imprimir más billetes para salir de la crisis económica, se me escapa en qué momento decidimos vivir miserablemente en contra de nuestros biorritmos. Los horarios son una de esas cosas que no existen en la naturaleza, que nos hemos inventado –como el capitalismo– y que, a la larga, han acabado jodiendo la marrana más que ayudando –como el capitalismo–. Acabar doblegados ante conceptos abstractos demuestra que evolutivamente hablando no somos el lápiz más afilado del estuche. Normal que exista tanto pavor hacia la rebelión de las máquinas: si los constructos sociales provocan tanto caos, qué no podría hacer algo hecho de hierro y cables.
Los humanos somos animales diurnos: la noche no nos confunde, la noche nos atonta. Vivir en la oscuridad no hace más que acentuar una desconexión con el entorno cada vez más pulsante; nos perdemos en los no-lugares de Augé y nos comen los hombres grises de Ende. En la truculencia del invierno, los círculos de amigos pasan a ser rectas secantes: eventualmente nos cruzaremos por la calle, quizás nos veamos en algún cumpleaños, a lo mejor nos hablamos para ir a un concierto… Haremos tiempo hasta que pase el frío y nos apetezca otra vez ser algo más que productivos, y no nos lo tendremos en cuenta porque sabemos que esto es lo que hay.
Y si el invierno se hace largo, seguiremos teniéndonos cariño, ese cariño de solera que se tienen los amigos que se lo pasaron tan bien juntos que ahora sólo hablan de lo bien que se lo pasaron, contándose las historias como si fueran nietos y abuelos a la vez, mientras afuera la incipiente tónica individualista hará cada vez más largo el invierno y más oscura la noche. Primero con cosas pequeñas de las que, al fin y al cabo, no tenemos que encargarnos nosotros, porque bastante tenemos con lo nuestro, ¿no? Y luego con otras un poco más serias, como perder el sentimiento de comunidad, olvidarnos poco a poco de quiénes somos o incluso llegar a pensar que somos otros. Así hasta que tengamos tanto frío y estemos tan cansados que no nos podamos mover, y no nos quede otra que mirar cómo aquello que nos parecía del pasado –reaccionario y oportunista– coacciona, adormece, inmoviliza y suprime lo que pensábamos que sería el futuro.
Porque si seguimos mirando a otro lado, se terminarán los lados a los que mirar.
Hasta entonces, buenas noches, amigos.