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Texto Anna Pacheco / Ilustración Malen Pazos

Al final de la ruta, una cascada

Se despertaron diez minutos después de lo previsto, pero con la moral intacta. Sería injusto decir que no llevaban toda la semana esperando ese momento. Calzarse, al fin, las botas de montaña. Desayunar con consistencia y cierta visión de futuro (mañana larga de sábado). Aplicar protector solar +50, sacar dos botellitas de agua del congelador. Y vestirse, que en toda la semana esos dos, Ricardo Prieto y Olaya Sarú, no se habían vestido, estrictamente, ni un solo día. Trabajaban en pijama y pasaban más de 40 horas semanales enviando emails y encuadrándose en una pantalla. Era su forma de ganarse la vida.
Se despertaron diez minutos después de lo previsto, pero con la moral intacta. Sería injusto decir que no llevaban toda la semana esperando ese momento. Calzarse, al fin, las botas de montaña. Desayunar con consistencia y cierta visión de futuro (mañana larga de sábado). Aplicar protector solar +50, sacar dos botellitas de agua del congelador. Y vestirse, que en toda la semana esos dos, Ricardo Prieto y Olaya Sarú, no se habían vestido, estrictamente, ni un solo día. Trabajaban en pijama y pasaban más de 40 horas semanales enviando emails y encuadrándose en una pantalla. Era su forma de ganarse la vida.

Se enfilaron hacia el sendero estrecho, que se dejaba entrever detrás de la escuelina. Saludaron a un par de paisanos y salieron del pueblo. ¡Ay! Adoraban hablar del aire puro, así que justo ahí mismo, frente a una primera bifurcación, se pusieron hablar del aire puro aunque, en el fondo, por debajo de esa conversación, también esperaban recibir una intuición para saber si había que tomar el camino izquierdo o derecho, ambos senderos parecían serios y definitivos. Bueno, qué. Para dónde crees que es. Espera, que busco. Así que, de momento, vamos a dejar a esos dos preguntando a internet cómo empezar lo que sea que estuvieran a punto de hacer.

Por el costado derecho, aparcando el coche en un terraplén, llegaba una familia de cuatro con todo el vigor que desprende siempre una familia de cuatro. Estos ejemplares eran altos, morenosos y el set completo incluía un niño y una niña de siete y nueve años. El padre y la madre cerraron las puertas del Ford Focus blanco en silencio y la carrocería emitió uno de esos sonidos feroces que, a veces, emiten los automóviles, como de enfado encubierto, de tristeza indoor. Se encontraron a Ricardo y Olaya mirando el móvil. Y el padre hizo bien en indicarles que el camino correcto era hacia la izquierda. La familia adelantó a la parejita, tomándoles una ventaja de unos 70 metros. Mateo el niño respondía al nombre de Mateo le preguntó a su padre cómo sabía que esos dos desconocidos querían ir hacia la izquierda y no a la derecha cómo lo sabía realmente a lo que su padre respondió que la ruta era la ruta. Ya, pero había otro camino, dijo Mateo, será otra ruta. No, una cosa es un camino y otra cosa es una ruta. Pero si tú tomas el camino derecho haces otra ruta, insistía el niño. No tengo ni puñetera idea de qué hay a la derecha, Mateo, pero todo el mundo quiere ir a ver la cascada. Y ya está. Y las rutas no se hacen, están hechas.

El padre tenía razón, esos dos querían ver la cascada. La ruta era de dificultad baja, bien señalizada, con tramos de asfalto y otros de tierra o zahorra, poblada en su mayoría de bosques de eucalipto o de ribera. A la parejita, el hecho de ver a dos críos y que les hubieran adelantado ya, nada más empezar les puso un gesto antipático. Dos sospechas, dos temores: la idea de haber elegido una ruta demasiado fácil y la posibilidad de tener que ir detrás de esos cuatro individuos. A su modo de ver, la familia degradaba las vistas. Dijo ella: no hemos venido aquí para estar con gente, para escuchar a gente. Él concretó: estamos aquí para disfrutar de la naturaleza. Y ella remató: y para hacer un poco de deporte. Así que, movidos por ese impulso, cogieron algo de carrerilla y se impusieron a la familia, adelantándoles concretamente por la derecha, casi sin saludar.

Que te estés quieto con el palo. Que os estéis quietos los dos con el puto palo o nos volvemos ya.

(Eso es lo que lograron escuchar durante el adelantamiento). 

La familia se percató que la parejita había avanzado por el lado derecho. Ricardo y Olaya, por su parte, estiraron un rato más la conversación sobre los palos, que habían atrapado fugazmente, y eso les sirvió para poner sobre la mesa asuntos que ellos creían que hablaban de los otros, pero en realidad hablaban de ellos mismos. Él acusó a esos padres de imponer un orden demasiado severo a esos chiquillos. ¿Qué clase de padres se quejan por jugar con palos? ¡En la naturaleza, jesus christ!, respondió ella, con afectación. Y era agradable estar de acuerdo en eso, casi romántico. A medida que se alejaban del set familiar, esos dos volvían a recuperar el temple con el que habían iniciado la ruta, más sereno, más receptivo. 

A tres kilómetros se anunciaba la cascada en un pequeño poste de madera: “Cascada de Llames, siga recto”.

¿Cuánto queda?, por supuesto hubo de preguntarlo la niña, que respondía al nombre de Paola. El padre le dijo que todavía quedaba un rato, pero que disfrutara del trayecto. Eso mismo que estaba pasando ya formaba parte de la aventura, de hecho. La niña mostró una renovada animosidad después de la revelación. Los niños empezaron a jugar y a correr, adelantando así a sus padres, y estos, movidos por un instinto protector (la naturaleza también está llena de peligros, etc.) aligeraron el paso hasta el punto que los cuatro lograron imponerse a la parejita, a quienes encontraron junto a un árbol haciéndose una foto en vertical. Hubo ahí un saludo discreto, un reconocimiento parcial. 

Deben ser hippies de esos. Trabajadores en remoto, algo así dijo la madreMe ha dicho la propietaria de nuestro apartamento que llevan más de tres meses por aquí pero que no conocen ni al tato. Muy ocupados.

No me parecen hippies dijo el padre. Me parecen otra cosa, pero no sé el qué. Me parecen como franceses.

La parejita dio por buena la foto y, sin necesidad de mediar palabra, miraron hacia al suelo terroso y empezaron a caminar. En realidad, hacía un buen rato que caminaban así cabezas gachas, velocidad de marcha un poco como si estuvieran en la ciudad y tuvieran prisa. Solo, a veces, cuando les soplaba un viento ligero, parecían recordar qué estaban haciendo, y entonces se soprendían con la forma de una nube, o con el vuelo de un pájaro, pero no lograban identificar ninguna especie. 

A ese paso acompasado, casi militar, no les fue difícil adelantar nuevamente a la familia en menos de tres minutos. Aquí hubo un saludo solo de mentón, y hasta un cierto tono de burla en la forma en la que la parejita miró a los críos. En cuanto sobrepasaron a todos los miembros, Ricardo y Olaya se dieron cuenta de que tenían flato.

Mateo, el puto palo, por qué no dejáis ya los palos, por favor, os vais a hacer daño.

Qué manera de darnos las vacaciones, de verdad. Y pum pum pum y no paran no, no paran, no paran.

¿Eso que se oye es la cascada? Será la cascada, sí.

Pues se escucha poco. Vaya mierda de cascada. ¿De cuánto será? ¿De dos metros?

Parece más bien un gotera del baño.

Lo esperaba todo más verde.

¿Qué es todo

No sé, todo. Es como si le faltara un tono, un tono general.

La cascada, por fin se abrió ante ellos, lo cierto es que la parejita llegó la primera y, al cabo de pocos segundos, lo hizo la familia. La coreografía fue similar en ambos casos: observación ligera de aquello; mirada fulminante, de portal de reseñas. Debido a la sequía, es cierto que la cascada estaba algo más seca y menos exuberante. El padre estimó en metros su altura: Yo creo que son 3 metros de cascada, o un poco más. Luego, se sucedió un reguero de fotos en las pequeñas rocas que poblaban el riachuelo. Fotos que se fueron alternando para que cada uno de los presentes tuviera la suya propia en la que no apareciera nadie más. De algún modo, todos deseaban retratar una sensación de vacío en la inmensidad de un bosque. De cada “sesión”, se hacía una tirada-ráfaga de unas 10 fotos, aproximadamente, así que en menos de 10 minutos, parejita y familia habían acumulado unas 70 fotos en sus respectivos móviles, como poco. Es justo decir que cada vez que hacían una foto se habían permitido mirar mejor la cascada. A veces, descubrían un detalle en una foto, que luego se paraban a ver con detenimiento en su forma analógica. Se habían acostumbrado a vivir así, a usar el zoom de lupa, a la tecnología de mediadora, tomar y luego ver. Había algo de proceso invertido, pero no era ninguna anomalía, ni mucho menos una falla propia de ese grupo específico, era un signo del tiempo en el que vivían. 

Con el avistamiento de la cascada, dio la sensación que la ruta se había acabado. Aunque Mateo indicó otro caminito al fondo, que los padres ignoraron: se descartó tácitamente la posibilidad de que hubieran otras cascadas no señalizadas, de que hubiera nada. Ricardo y Olaya valoraron por un momento la opción de alargar la ruta para merecerse más la comilona de después no habían sudado suficiente, decían los dos, palpándose brazos y pectorales, pero, al final, echaron cuentas y les salió que también la podían concluir ahí mismo. Hay que tener en cuenta, dijo Ricardo, que todavía queda hacer el camino de vuelta

Pues bien. Dieron media vuelta y todos esos se enfilaron hacia el lugar por donde habían llegado. Se saludaron nuevamente, ahora con una media sonrisa euforia ligera del lugar de destino y empezaron a caminar. Nunca sabremos quiénes llegaron primero.

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