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Huérfanos de la Culebra

Después de que más de la mitad de todo el territorio de la sierra de la Culebra se calcinase en el verano de 2022 en uno de los incendios más devastadores de las últimas décadas, sus vecinos temen que el silencio y la soledad se apoderen de la zona de forma definitiva. ¿Ha ardido el futuro de la zona junto con sus árboles? ¿Qué esperanza les queda a los hijos del bosque?
Después de que más de la mitad de todo el territorio de la sierra de la Culebra se calcinase en el verano de 2022 en uno de los incendios más devastadores de las últimas décadas, sus vecinos temen que el silencio y la soledad se apoderen de la zona de forma definitiva. ¿Ha ardido el futuro de la zona junto con sus árboles? ¿Qué esperanza les queda a los hijos del bosque?

El 15 de junio de 2022 se declaraban dos incendios en la sierra de la Culebra: uno cerca de Ferreras de Abajo y otro en Sarracín de Aliste, dos de los 41 núcleos de población de una zona que no supera los 5.745 habitantes. En tan solo cinco días, según las imágenes del satélite Sentinel-2 de la Agencia Espacial Europea, el fuego hizo desaparecer 27.242 hectáreas de las cerca de 70.000 que conforman esta Reserva de la Biosfera de la UNESCO. El segundo de los incendios se extinguió 72 días después de que los rayos de una tormenta seca lo iniciaran.

Apenas un mes después, otro incendio brotaba en los alrededores de Figueruelas de Arriba, a las faldas de la sierra. Dos días más tarde, el 17 de julio, ardían también los montes de Losaico, en la comarca vecina de Tierra de Alba; el fuego se extendió rápidamente hasta alcanzar la zona este de la sierra, donde se cobró la vida de dos vecinos: el bombero brigadista Daniel Gullón y el pastor Victoriano Alonso, atrapado por las llamas al tratar de salvar a sus ovejas. Del 17 al 20 de julio, 28.813 hectáreas ardieron en ese tercer incendio y más de 30 pueblos fueron desalojados.

El día que visitamos la zona, el 21 de julio, en las carreteras que conectan las cuatro comarcas que abarca la sierra (Carballeda, Sanabria, Aliste y Tábara) no se oye nada. No hay pájaros cantando en las ramas de los castaños o los pinos, ni tampoco el zumbido de insectos o lobos aullando más allá de las lindes; no se oyen chasquidos de ciervos, corzos u otros animales agazapados entre el matorral. Las hojas secas cruzan la calzada como si fueran ceniza blanca. Todo huele a quemado y las huellas que dejan los zapatos quedan impresas en negro. 

En las calles de Villardeciervos, Ferreras de Arriba, Cional o Boya, en el corazón de la sierra, apenas hay gente. Después de regresar a sus casas tras dos días evacuados en polideportivos de pueblos colindantes a salvo de las llamas, algunos vecinos, casi todos mayores, se asoman a las puertas de sus casas para regar los geranios que colorean las fachadas, otros se acercan a comprar el pan que hoy no hay, y una buena parte se arremolina en las mesas del interior del bar de la plaza donde juegan a las cartas y, sobre todo, hablan con el ruido de la televisión de fondo. Hablan del incendio, de los incendios.

El fuego tiñó el paisaje de colores ocres y grises como una vieja fotografía, como un pasado que no volverá; pero el bosque no murió del todo. La Culebra está cambiando de piel. En unos meses la superficie volverá a cubrirse de verde por el pasto, aunque los árboles tardarán mucho más en crecer. Celso Coco, ingeniero forestal, explica para SALVAJE que la recuperación de un bosque tras un incendio depende de muchos factores, como el tipo de especies o la superficie quemada. “Las especies de matorral en un año ya aparecen, y en las arbóreas se ven indicios de regeneración evidentes al cabo de dos o tres años. Para los individuos arbóreos pasará al menos un lustro. Ahora bien, para poder tener lo que se ha perdido tendrán que pasar tantos años como años tuvieran las especies perdidas, que en algunos casos eran de 50 a 70 años”. 

La sombra de esta vegetación guarecía a ciervos, corzos, jabalíes y en especial, a lobos ibéricos, uno de los motores económicos de los pueblos de la sierra y un símbolo de la biodiversidad de la Culebra. Javier Talegón, que desde 2013 organiza actividades de ecoturismo centradas en la observación de lobo en la sierra, cuenta que, aunque el impacto exacto sobre la especie es muy difícil de cuantificar porque en la zona no hay ejemplares equipados con GPS, hay “manadas que han visto arder prácticamente todo su territorio, incluidas las zonas tradicionales de reproducción, y han perdido casi con toda seguridad la camada. Pensemos que el primer incendio se desarrolló entre el 15 y el 19 de junio, cuando muchas crías tienen cerca de un mes de vida; pensemos también que durante algunas horas la velocidad del fuego superaba los ocho metros por segundo, un factor que limita las posibilidades de los lobeznos de escapar”. Pero no todo son cenizas. “Han perdido gran parte de la cobertura de refugio en el hábitat, pero han sobrevivido otras camadas y quizá han aprovechado la concentración puntual de presas en los bordes no quemados”.

A pesar de estos atisbos de esperanza en el caso del lobo, esos 50 o 70 años de espera para recuperar lo perdido se presentan como un futuro demasiado lejano para los humanos que vivían, aquí y ahora, de la recolección de setas y castañas o de la venta de madera. Tras los incendios, varios vecinos de la sierra crearon la plataforma “La Culebra No Se Calla” para exigir responsabilidades políticas y solicitar ayudas para paliar las consecuencias económicas del fuego. A la par, la Fiscalía de Castilla y León ha abierto una investigación sobre la actuación de la Consejería de Medio Ambiente de la Junta de Castilla y León y su consejero Juan Suárez Quiñones después de que Greenpeace y CC.OO. denunciaran la obsoleta planificación, asegurando que no se habían realizado las tareas de prevención como la limpieza o el desbroce durante el invierno.

Con cerca de 60.000 hectáreas calcinadas entre junio y julio, el incendio en la sierra de la Culebra es el más grave y devastador de la historia de Castilla y León, y uno de los mayores del país. Mientras la tierra todavía humea, nos adentramos en una sierra donde el dolor sigue suspendido en el aire como la ceniza, y el humo esconde un futuro incierto para sus vecinos, que han quedado huérfanos de su bosque, de su sierra.

Ainhoa, 33 años. Dependienta.

Cuando el bosque ardía, Ainhoa no tenía miedo. Ni ella ni las personas que estaban a su lado tratando de contener con cubos de agua y mangueras las llamas que les cercaban. El fuego llegó hasta las inmediaciones de Villardeciervos, y cuando desalojaron a la población, Ainhoa decidió quedarse junto a otros vecinos. “No pensaba en nada más que en apagar, apagar y apagar”, dice resoplando. “Aunque tengo asma y el humo casi me estaba matando, no pensaba en otra cosa que en salvar mi pueblo, mi casa, mi infancia… Fue más una sensación de impotencia, el vernos solos… Tristeza, estrés… Un cúmulo de sentimientos”, gesticula como si todavía estuviera allí.

Ainhoa es una chica joven, pero tiene la mirada cansada después de días de mucha incertidumbre y mucho trabajo. Regenta el supermercado de la plaza central del pueblo y en su camiseta negra de manga corta hay manchas recientes de harina. Todo el pan de la zona se ha reservado para las brigadas de bomberos que están tratando de controlar un nuevo incendio a unos pocos kilómetros y acaba de llevarlo al punto de recogida. 

—Lo siento, pero no hay pan— responde a una clienta que entra en la tienda.

—¿No hay pan? —pregunta otra que entra justo detrás—. Si es por una buena causa, nos conformamos —dice con cara de circunstancias.

“Aquí había oro en el sentido natural —dice Ainhoa—. Esto es reserva de la biosfera. Tenemos una fauna salvaje que se ve en muy pocas partes del mundo. Se podía hacer deporte, atraía mucho turismo para casas rurales y avistamientos… Los pinos, la recolección de setas, los castaños, apicultura… Poco a poco se veía que la gente joven venía a vivir otra vez aquí. Todo lo que paso a paso íbamos construyendo en este mundo de pueblos tan perdidos… Yo todavía no he querido ir a ver cómo ha quedado mi pinar donde iba a por setas, hacía mermelada o buscábamos cuernos, cuando los ciervos tiran los cuernos… Es un desastre natural y económico que favorecerá más la despoblación, pero hay que seguir peleando. Hay que luchar por la sierra”.

David, 29 años, ingeniero forestal. 

“La sierra de la Culebra me ha visto crecer y yo un poquito a ella. Siempre he estado vinculado al monte”, cuenta David, el hijo de Luis, que ha heredado de su padre esa estima por el entorno natural. “Estudié ingeniería forestal para comprender mejor el entorno que me rodeaba y saber cómo se podrían gestionar sus recursos. Por eso ahora lo que más siento es frustración y pena. En esta zona los bosques maduros estaban aportando cada vez mejores condiciones sociales, económicas y ecológicas a la zona y me hubiera gustado vivir el resultado de todo eso. Ahora lo que queda es ver cómo se puede aportar para comenzar a restaurar los montes quemados y dar la oportunidad a las próximas generaciones de disfrutar de este espacio como he disfrutado yo: los bosques maduros, la recolección de setas, la mejora del hábitat de los animales silvestres, el paisaje…”.

“Este tipo de incendios, como el que hemos vivido, no deja de ser un fenómeno natural”, explica David. “La vegetación está preparada para soportar estos fenómenos, ya que está adaptada al fuego. La cuestión está en la gestión que se ha estado realizando en los bosques y que en cuestión de horas, se destruyen 50 u 80 años de gestión en un pinar.”

Soto, 58 años, ganadero.

“Dicen que si hubiera más gente viviendo aquí, la de hace 40 años, los montes no estarían así”, dice Soto, veterano ganadero de Cional, otro de los pueblos evacuados de la comarca. “Que se colaboraría de forma diferente… Pero ese es un mundo que ya no existe y vamos a uno nuevo que Dios sabe lo que va a traer… Me queda la sensación de ¿y si la comarca se queda en silencio por completo? Que ya bastante tiene…” 

Mientras hablamos el viento sopla muy fuerte y los casi 40 grados de temperatura parecen menos. Una silla de una terraza sale volando y la mesa se cubre de ceniza negra que dibuja estelas a carboncillo en la libreta. 

“El tema para nosotros, como ganaderos, si viene un invierno normal, es que para el año que viene ya habrá pastos, pero claro, la ley de montes dice que en cinco años no puedes entrar en un terreno quemado…”, dice Soto. “Pero si estás cinco años sin entrar, estás creando otro polvorín. Por eso hay que pensar bien qué vamos a hacer”, explica. “Está claro que esto va a marcar un antes y un después. Se ha ido el bosque, pero con él también una generación; la que plantó esos pinos, la que cultivó esos montes… Nos marchamos. Es una sensación amarga”.

Luis, 47 años. Bombero forestal.

“Aquí lo único que preocupaba a las autoridades era que no hubiera muertes porque la Junta ya era incapaz de asegurar nada más. Al día siguiente de que se declarase el incendio nosotros estuvimos toda la noche y aquí no apareció nadie. Ni una cuadrilla, ni un camión… Nada”. Luis, que hace más de 30 años cambió Madrid por la sierra de la Culebra para dedicarse a la ganadería y el cultivo, decidió no seguir las órdenes de evacuación de la Guardia Civil y permaneció en su Villardeciervos con el objetivo de salvar cuanto pudiera “bajo su única responsabilidad”, bien remarcado este punto por las autoridades. 

“Si los que mandan no podían asegurar lo que teníamos… Se trataba de defender lo que es la vida de uno. Es que se trata de nuestra vida. De alguna forma había que defenderlo”, recalca Luis convencido. 

El rugido del fuego se escuchaba incontrolable a kilómetros de distancia. Desde un otero, a lo lejos, Luis veía que el viento no tardaría en empujar las llamas hasta la nave donde guarda todo su trabajo, a la entrada del pueblo. A contrarreloj y con la ayuda de su hijo David y dos desbrozadoras hicieron una faja de unos 15 metros alrededor de la nave. Después, con un batefuego y una mochila Matabi para los tratamientos químicos de la huerta llena de agua, se acercaron a las llamas para intentar contener su avance. 

“Uno le iba dando agua y el otro rematando con el batefuego…”, recuerda Luis entre toses. “Así nos tiramos hasta las cuatro de la mañana. Desde las seis de la tarde que empezamos estuvimos sin parar. Sí que hubo un momento en el que mi hijo me decía: papá, que esto no lo para nadie. Y yo: que sí, dale, venga…”. 

En el momento del incendio, Luis se encontraba en sus vacaciones como conductor de autobomba en el operativo antiincendios de esta parte de Zamora. La Junta obliga a los miembros de estos operativos a coger las vacaciones antes del 1 de julio. A partir de esa fecha y hasta finales de septiembre se considera el periodo de más riesgo. A pesar de su insistencia para incorporarse, no se lo permitieron. 

“Es que es impotencia”, dice. “Te sientes mal porque te estás ofreciendo, pero por la burocracia o lo que sea no te dejan incorporarte. ¡Y no hay medios! Es todo un despropósito… He sentido como que esta gente no ha sabido… He sentido que estamos abandonados.”

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte
Financiado por la Unión Europea-Next Generation EU
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